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Al sur de los recuerdos o mi idilio con Carilda Oliver Labra

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Con la vorágine de asuntos inmediatosalgunos hasta desagradables— casi corro el riego de olvidar las cosas de veras importantes. Hace solo unos días —6 de julio— cumplió 89 años la poetisa matancera Carilda Oliver Labra y mientras el noticiero televisivo reportaba el homenaje que le brindaron sus coterráneos, no pude evitar que vinieran otra vez a la memoria los recuerdos de aquella época para mí ya tan lejana, cuando ella fue la musa de mis 20 años.

En el 2012 Carilda cumplirá 90 años. Foto del periódico Girón.

Carilda resultó ser la primera poetisa que conocí en carne y hueso, o mejor, en verso y alma. De hecho, es tal vez la persona viva que más influyó, sin saberlo ella ni yo, en mi ideal juvenil sobre lo romántico, lo poético, lo erótico, lo trágico.

Nuestro contacto inicial ocurrió en junio de 1990, durante mis prácticas de segundo año de la carrera en el periódico Girón. Y si puedo dar tantos detalles precisos, es porque tengo ahora mismo, abierta frente a mí, una rústica caja de cartón donde archivo una íntima selección de papeles y notas manuscritas, mecanografiadas o impresas, que abarcan desde mi infancia y adolescencia, hasta trabajos de clase y periodísticos que escribí o publiqué cuando era estudiante.

Entre esas reliquias que redescubro de tiempo en tiempo como si fueran nuevas y siempre me sorprenden como a buen desmemoriado, acabo de devorar, por ejemplo, unas melodramáticas, lacrimógenas confesiones de mis amores desesperados a los 16 años, sucesos a los cuales ya me referí en esta bitácora hace un tiempo atrás, sin acordarme que tenía en mi poder testimonios originales de mi puño y letra, y tecleados en mi primera máquina de escribir portátil.

Pero no debo desviarme de mi historia con Carilda. Afortunadamente, encontré en este baúl de los recuerdos las tres entrevistas que publiqué luego de conocerla y compartir varias noches de tertulia en su casa. Al leerlas hoy, no puedo dejar de notar cierta afectación y amaneramiento en no pocos giros de un lenguaje que cándidamente pretendía ser literario, junto con la petulancia y el arrojo de la juventud. No obstante, la introducción de una de ellas —“Esa es la voz que tengo”, revista Mujeres, enero — marzo 1992— narra exactamente cómo fue aquel primer encuentro con la poetisa:

“Fue un acto de vanidad intelectual pretender entrevistar a Carilda Oliver Labra al segundo día de estar en Matanzas, pero será la única vez que no me reproche error tan grave.

“Si aquella mañana hubiera incomprendido un solo verso de toda esa poesía suya que leí a rápidas mordidas en la biblioteca Gener y del Monte, no me habría parado nunca frente a la puerta amarilla de Calzada de Tirry 81, a calcinarme al sol y a calcinar con mi irreverencia periodística el delicado timbre de su casa.

“Tampoco fue confianza, sino la resolución de mi mirada, lo que hizo a aquel amable señor indicarme que ahí, al doblar, Carilda visitaba a una vecina.

“Sitié la puerta ajena dispuesto a no dejar salir ni un instante de temor. Las dos mujeres se pusieron de pie, sorprendidas. Avancé hasta encontrarnos. ‘¿Usted es Carilda? Creo haber leído en un poema suyo que en su casa se reparan lirios. Allá fui, pero usted no estaba’. La cita quedó concertada para el día siguiente, a las nueve de la noche.”

Así me presenté ante ella, con esa exagerada dosis de cursilería que —como muchos de ustedes quizás sepan— es una bendición de los veinteañeros, y que muy probablemente le haya hecho mucha gracia a Carilda, quien ya era una respetable señora de casi siete décadas, con esa fama de seductora experimentada que ella siempre ha alimentado como parte de su leyenda.

Las sucesivas veladas nocturnas ¿y diurnas? que vinieron luego, fueron para mí lo más cercano que he conocido a una vida bohemia. Como una dama del siglo XIX, ella “recibía” a los contertulios y admiradores en su salón a partir de las nueve o las diez de la noche, previo toque con una contraseña “secreta” en la puerta de la centenaria casona colonial. Solo los extraños usan el timbre, me había advertido Carilda.

Hablábamos de literatura, su vida, la política, los gatos, el mundillo cultural… ella coqueteaba y representaba su papel de poetisa-vampiresa-soltera, mientras los muchachos soñadores como yo, y hasta uno que otro adulto, la adorábamos en silencio, hojeábamos sus fotografías juveniles, admirábamos los trofeos literarios o artísticos de su hogar, le escuchábamos arrobados una opinión o un verso y le correspondíamos con una sonrisa a sus bromas y malicias de pícara dama.

Cuando ya bien entrada la madrugada yo me despedía y abandonaba Calzada de Tirry 81, me iba caminando por el centro de las avenidas y cruzaba el solitario puente sobre el río San Juan, atravesando toda la ciudad —recuerdo que mis dos colegas de estudio y yo nos albergábamos en la escuela pedagógica, bien distante del reparto Pueblo Nuevo donde vive Carilda—, como si hubiera sido el dueño de Matanzas o la reencarnación del atribulado José Jacinto Milanés.

Matanzas, 15 de junio de 1990, en el cabaret El pescadito, justo durante las prácticas de periodismo en que conocí a Carilda, junto con otros estudiantes de la carrera y amistades. Soy el primero de los varones de derecha a izquierda.

Porque debo confesarles que para esa fecha yo seguía siendo un joven atormentado que no entendía muy bien qué sucedía con mi sexualidad. O sea, mis amores eran emocionalmente tan intensos y devastadores como heterosexuales y platónicos —salvo una escaramuza con una mujer mayor que yo, la cual ya enuncié y prometí retomar en algún momento— y así aconteció durante casi toda la etapa universitaria, entre sucesivos enamoramientos no declarados o solamente insinuados, inspirados en muchachas inteligentes, sensibles y tiernas, a quienes todavía quiero, admiro y cuento entre mis grandes amigas.

De hecho, si mal no recuerdo, justo cuando nacía mi relación con Carilda yo estaba envuelto en uno de esos romances agónicos que jamás llegaban a ninguna parte, pero me mantenían en una perenne exaltación seudopoética que me hacían muy susceptible al simbólico influjo de la sensual —y a su modo también desesperada— poetisa yumurina.

Carilda me contó su vida y milagros: de la infancia, adolescencia y primeros y malos noviazgos y versos; así como sobre su época universitaria como estudiante de Derecho, entre 1940 y 1945, cuando en la Colina había pandillas y tiroteos (Poesía olvidada entre pupitres, edición especial de la revista Alma Mater, IV Congreso de la FEU, diciembre de 1990).

No olvidaré un anécdota suya inédita hasta hoy, en la cual me evocó a un joven y apuesto Fidel Castro vestido de blanco y armado, participante activo en las luchas intestinas del movimiento estudiantil, hecho que nunca pude comprobar si fue cierto o apócrifo, pues el futuro líder cubano ingresó oficialmente a la Universidad de La Habana el 4 de septiembre de 1945, el mismo año en que la matancera obtuviera el título de doctora en Derecho Civil.

También me detalló sus dos primeros y desafortunados matrimonios, así como las resistencias, sublevaciones y lealtades que había protagonizado hasta aquel momento, incluyendo su colaboración con el Movimiento 26 de Julio y la peligrosa aventura de su Canto a Fidel en plena dictadura de Batista (Un poema peligroso, Trabajadores, 4 de septiembre de 1990), la posterior separación de la familia al emigrar sus padres a los Estados Unidos después de 1959, las incomprensiones y los maltratos que sufrió durante las primeras décadas de la Revolución por desacertadas políticas culturales y provincianismos estrechos, y la manera en que ella sobrevivió, comprendió, perdonó, creó, amó y recibió finalmente en su patria, el reconocimiento que merecía.

Me sentí intelectualmente muy atraído, sin dudas, por esa mujer tan rebelde, pero a la vez tan frágil. Aún con la inexperiencia de mis 20 años todavía sin cumplir, pude percibir que en el fondo de la Carilda irreverente, provocativa en su poesía, díscola en apariencias, había una mujer solitaria que echaba de menos afecto y compañía.

Por supuesto, no podía adivinar que aquellos juguetones flirteos con los jóvenes —los cuales nunca tomé en serio— fructificarían pocos años después en un matrimonio con un muchacho más o menos contemporáneo conmigo, con quien todavía en la actualidad ella comparte su bien ganada y hermosa vejez.

No tengo idea sobre si Carilda se acuerda o no de mí, entre tantos colegas, aspirantes a poeta y pretendientes reales o no que siempre la han asechado con solicitudes y requiebros. Tengo a favor que mi nombre y apellidos, según me dijo en varias ocasiones, son los mismos de otro periodista de Matanzas que conoció en su juventud y con quien ella me asoció desde el primer día.

Su autógrafo en Al sur de mi garganta

Yo sí conservo, como un tesoro, sendas dedicatorias suyas muy cariñosas en una delicada reedición yumurina con pésimo papel, del célebre poemario Al sur de mi garganta —Premio Nacional de Poesía en 1950—, y en un modesto cuadernillo de Sonetos, de la Editorial Letras Cubanas.

Durante años la llamé por teléfono con cierta regularidad, como un admirador más, si yo iba a Matanzas o ella recibía un premio, publicaba un libro o en alguna fecha festiva. Desistí de seguir haciéndolo cuando dejó de tomar el auricular y en su lugar respondía el esposo, infranqueable.

Dedicatoria en Sonetos. Editorial Letras Cubanas, 1990

La última vez que la vi en persona fue en el 2004, cuando le dedicaron la XIII Feria Internacional del Libro de La Habana  —desde 1997 es Premio Nacional de Literatura— y asistió a la presentación de títulos suyos en La Cabaña. Me saludó con cariño, como siempre; aunque  es posible que fuera solo la cortesía natural de la gran poetisa con un desconocido lector presuntamente enamorado.



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