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Una semana de ausencia o mi “retiro espiritual” en el IPK

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Mientras más me dolían los apretones del cirujano en mi cara, mayor era la risa que me daba; sobre todo porque el sorprendido doctor le repetía una y otra vez a la enfermera, medio en broma, medio en serio, que ella era testigo de que yo no podía sentir dolor si me reía así, lo cual incrementaba todavía más mi nerviosa hilaridad. Pero a pesar de la anestesia local, debo admitir que vi las estrellas cuando me drenaron el absceso, forúnculo o celulitis facial —de las tres formas le llamaron los médicos— que me mantuvo esta última semana lejos de Internet.

La doctora en dermatología me explicó en detalle, y hasta me dibujó un esquema sobre un papel, para que yo entendiera cómo son los forúnculos, de qué manera los estafilococos que normalmente permanecen en nuestra piel pueden hacer una colonia cuando hay algún rasguño, y por qué afecta al pelo (Este gráfico es muy parecido al que me hizo ella, pero mi grano era más grande, por lo menos eso me parecía a mí)

Así que pido disculpas por la ausencia, y les agradezco infinitamente a quienes mostraron su preocupación y cariño durante mi “retiro espiritual” forzoso en el hospital del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK). Para evitar cualquier motivo de inquietud adicional, les explico que según la dermatóloga que me atendió —una experimentada doctora que acaba de regresar a Cuba luego de tres años de trabajo en Sudáfrica— la infección de ese feo grano en mi mejilla derecha con un estafilococo áureo no tiene relación alguna con el sida o el linfoma, que continúan bajo control.

No obstante, como es mejor precaver, allá me quedé mis siete días con un tratamiento de antibióticos en vena, curas diarias, fomentos, antihistamínicos, y adicionalmente inyecciones del complejo vitamínico B, una batería de análisis de sangre, antibiograma, radiografía, ultrasonido y mucha tranquilidad. Pues debo confesarles —como una vez me dijo una doctora de mi área de salud municipal que estaba celosa por mi preferencia médica hacia aquella institución científica— que soy “ipekádependiente”.

Lo cierto es que para mí es un gran alivio que exista el IPK. Diría que casi me curo o mejoro con solo llegar a aquel hospital. La profesionalidad de sus doctores y enfermeras, el tratamiento de todo el personal paramédico y de servicios, va más allá de la seguridad científica que uno siente, para abarcar una relación profundamente humana con nosotros, sus pacientes.

Tampoco digo que no sufran carencias o que sea el servicio médico perfecto —por fin están en reparación varias salas y está adelantada también la pintura del edificio—, pero hay ciertos pequeños detalles, para mí gigantescos, que suplen las dificultades materiales o cualquier falla organizativa puntual. Allí nadie discrimina, estigmatiza, rechaza, ni siquiera sutilmente, a las personas con VIH/sida.

Si un doctor tiene que hacerte un reconocimiento físico, lo realiza a fondo; si una enfermera debe canalizar una vena, no titubea. La auxiliar de limpieza de la sala lo mismo te hace un mandado fuera del hospital que te planta un afectuoso beso de despedida cuando concluye su labor. Todo sin dejar de cumplir las normas de bioseguridad, pero con una precisión y entrega que a mí, al menos, me infunde una tremenda confianza.

También los trabajadores del IPK sobresalen por el respeto a la diversidad sexual y en la aceptación de tales diferencias con total naturalidad, como alguna vez les conté. Con un 80% de pacientes gays, bisexuales y transgéneros, en el hospital a nadie le escandaliza que un hombre tenga a su novio de acompañante; o que un Juan Pérez llegue a la consulta con saya, tacones, pelo largo y sea Juana Pérez; o cualquier otra historia variopinta que en otras instituciones de salud cubanas pudiera parecerles verdaderos “amores difíciles” o resultarles incómoda al personal médico y al resto de las personas atendidas y sus familiares, por prejuicios homofóbicos.

Pero volvamos al germen que me mantuvo impresentable por unos días. Además del dolor y la molestia, me contrariaba sobre todo no poder afeitarme —ya saben que soy un tanto presumido—, pero les repito, no fue nada grave. Después del drenaje inicial, las enfermeras me curaban cada mañana e introducían una pequeña mecha de gasa para que la herida no cerrara en falso. Ese no era precisamente el mejor de los amaneceres, aunque frente a mis experiencias quirúrgicas previas, este breve ingreso fueron casi unas vacaciones.

De hecho, descansé, dormí bastante, adelanté de manera simultánea dos lecturas de naturaleza completamente opuestas que les recomiendo (Pedagogía del oprimido, clásico del brasileño Paulo Freire sobre la Educación popular; y el Diario del controvertido escritor homosexual francés André Gide) y ¡sorpresa!, hasta vi bastante la Televisión Cubana, la cual —por cierto, como les dije a mis amigos y amigas de Facebook— no es tan buena como quisiera, pero tampoco está tan mala como yo pensaba.

No les negaré, sin embargo, que me alegró mucho el alta médica, el retiro definitivo de la cánula de mis acribillados antebrazos, así como regresar a mi casa y a la redacción, con toda la familia y los colegas; volver a tomar café varias veces al día —un vicio periodístico que me costaba algún trabajo satisfacer en el hospital, aunque tenía ciertos afectuosos cómplices que me ayudaban de vez en cuando— y reencontrarme con el correo electrónico atestado de mensajes, y con mis amistades de las redes sociales y los lectores y comentaristas de esta bitácora, a quienes les reitero las gracias por acompañarme siempre.



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